La lengua de los instintos
La obra actual de Carolina Vollmer cumple una premonición expan-
siva y multidimensional, asentada en el conjunto de cajas, lunas y prensados de la exposición Nómada (Galería Okyo, Caracas, 2009). Ya en aquella ocasión se advertían las mutaciones espaciales que habrían de conducirla más allá de los soportes tradicionales, orientándola poco a poco hacia la instalación, el video y la fotografía, sin abandonar la voluntad de extroversión que la anima ni el vigor cromático que todavía distingue su trabajo.
En realidad, el problema que la obsede sigue siendo el mismo
y atañe a la pintura, aún cuando la pantalla haya desplazado el pro-
tagonismo del «cuadro» y los objetos hayan conquistado el lugar
de las representaciones.
Las piezas reunidas en el espacio Carmen Araujo Arte dan cuenta de estas búsquedas y reencarnaciones de lo pictórico. Allí la imagen
videográfica se presenta como testimonio de un hacer que acon-
tece en otro lugar y en otro tiempo, donde los trazos colisionan
en la superficie y los pigmentos se esparcen casi automáticamente,
siguiendo el ritmo demoledor del cincel y la mandarria. Esa inda-
gación también se corporiza en la serie de recipientes de metal intervenidos y en los objetos prensados, toda vez que el color se desliza victorioso entre las láminas torcidas, para amoldarse
a las manchas, cercenamientos y quemaduras que le han sido infligidas intencionalmente o por azar.
En cualquiera de sus posibles manifestaciones, el trabajo de
Vollmer quiere hablar la lengua de los instintos, en un intento por reconducir la violencia y conjurar el efecto paralizante del miedo. Ciertamente, la artista nos propone una batalla feroz contra la indiferencia, en cuyo caso la obra funciona como impronta de una metamorfosis contradictoria que va del gesto destructivo a la
estructuración de una metáfora edificante. Y ya frente a los restos
de esa faena, la mirada verifica las predilecciones y ansiedades
de una subjetividad en tensión.
En su caso, pintar equivale a una forma de escritura donde la obra adopta la consistencia de un códice abierto. Sin embargo, cada pieza inventa su alfabeto y escoge el vehículo que mejor le conviene para sobrevivir como legajo de una acción, no importa si este des-
pliegue documental ocurre sobre un muro ruinoso, en la pantalla
de un monitor, en la convexidad maltratada de unos cuñetes de metal o en el hundimiento forzado de un trozo de chatarra. Tampoco interesa si la materia queda diferida en su concreción virtual
(e incluso especular) o si, por el contrario, intenta reafirmarse en el mundo fáctico. Lo decisivo es la consumación del ritual, incluso
más allá de la plenitud melancólica de las ruinas.
La lengua de los instintos
La obra actual de Carolina Vollmer cumple una premonición expansiva y multidimen-
sional, asentada en el conjunto de cajas, lunas y prensados de la exposición Nómada (Galería Okyo, Caracas, 2009). Ya en
aquella ocasión se advertían las mutaciones espaciales que habrían de conducirla más allá de los soportes tradicionales, orientán-
dola poco a poco hacia la instalación,
el video y la fotografía, sin abandonar la voluntad de extroversión que la anima
ni el vigor cromático que todavía distingue su trabajo.
En realidad, el problema que la obsede sigue siendo el mismo y atañe a la pintura, aún cuando la pantalla haya desplazado
el protagonismo del «cuadro» y los objetos hayan conquistado el lugar de las representaciones.
Las piezas reunidas en el espacio Carmen Araujo Arte dan cuenta de estas búsquedas y reencarnaciones de lo pictórico. Allí
la imagen videográfica se presenta como testimonio de un hacer que acontece en otro lugar y en otro tiempo, donde los trazos colisionan en la superficie y los pigmentos se esparcen casi automáticamente, siguiendo el ritmo demoledor del cincel
y la mandarria. Esa indagación también se corporiza en la serie de recipientes de
metal intervenidos y en los objetos prensados, toda vez que el color se desliza victorioso entre las láminas torcidas, para amoldarse a las manchas, cercenamientos
y quemaduras que le han sido infligidas intencionalmente o por azar.
En cualquiera de sus posibles manifes-
taciones, el trabajo de Vollmer quiere hablar la lengua de los instintos, en un intento por reconducir la violencia y conjurar el efecto paralizante del miedo. Ciertamente, la artista nos propone una batalla feroz contra la indiferencia, en cuyo caso la obra funciona como impronta de una metamorfosis contradictoria que va del gesto destructivo
a la estructuración de una metáfora edifi-
cante. Y ya frente a los restos de esa faena, la mirada verifica las predilecciones y ansiedades de una subjetividad en tensión.
En su caso, pintar equivale a una forma
de escritura donde la obra adopta la consis-
tencia de un códice abierto. Sin embargo, cada pieza inventa su alfabeto y escoge
el vehículo que mejor le conviene para sobrevivir como legajo de una acción, no importa si este despliegue documental ocurre sobre un muro ruinoso, en la pantalla de un monitor, en la convexidad maltratada de unos cuñetes de metal o en el hun-
dimiento forzado de un trozo de chatarra. Tampoco interesa si la materia queda diferida en su concreción virtual (e incluso especular) o si, por el contrario, intenta reafirmarse en el mundo fáctico. Lo decisivo es la consumación del ritual, incluso más allá de la plenitud melancólica de las ruinas.